El pasado 1ro de Enero celebramos la XLVI Jornada Mundial de la Paz y este fue el mensaje que nuestro querido Papa SS Benedicto XVI nos regaló para vivir este día y ponerlo en práctica a lo largo de 2013!! Los invitamos a leerlo y compartirlo en sus familias, grupos de oración, parroquias, etc.
MENSAJE
DE SU SANTIDAD
BENEDICTO XVI
PARA LA CELEBRACIÓN
DE LA
XLVI
JORNADA MUNDIAL
DE LA PAZ
1 DE ENERO DE 2013
BIENAVENTURADOS LOS QUE TRABAJAN POR LA PAZ

1. Cada nuevo año trae consigo la esperanza de un mundo mejor. En esta perspectiva, pido a Dios, Padre
de la humanidad, que nos conceda la concordia y la paz, para que se puedan
cumplir las aspiraciones de una vida próspera y feliz para todos.
Trascurridos 50 años del Concilio Vaticano II, que ha
contribuido a fortalecer la misión de la Iglesia en el mundo, es alentador
constatar que los cristianos, como Pueblo de Dios en comunión con él y
caminando con los hombres, se comprometen en la historia compartiendo las
alegrías y esperanzas, las tristezas y angustias[1], anunciando la
salvación de Cristo y promoviendo la paz para todos.
En efecto, este tiempo nuestro, caracterizado por la
globalización, con sus aspectos positivos y negativos, así como por
sangrientos conflictos aún en curso, y por amenazas de guerra, reclama un
compromiso renovado y concertado en la búsqueda del bien común, del desarrollo
de todos los hombres y de todo el hombre.
Causan alarma los focos de tensión y contraposición
provocados por la creciente desigualdad entre ricos y pobres, por el
predominio de una mentalidad egoísta e individualista, que se expresa también
en un capitalismo financiero no regulado. Aparte de las
diversas formas de terrorismo y delincuencia internacional, representan un
peligro para la paz los fundamentalismos y fanatismos que distorsionan la
verdadera naturaleza de la religión, llamada a favorecer la comunión y la
reconciliación entre los hombres.
Y, sin embargo, las numerosas iniciativas de paz que
enriquecen el mundo atestiguan la vocación innata de la humanidad hacia la
paz. El deseo de paz es una aspiración esencial de cada hombre, y coincide en
cierto modo con el deseo de una vida humana plena, feliz y lograda. En otras
palabras, el deseo de paz se corresponde con un principio moral fundamental, a
saber, con el derecho y el deber a un desarrollo integral, social,
comunitario, que forma parte del diseño de Dios sobre el hombre. El hombre
está hecho para la paz, que es un don de Dios.
Todo esto me ha llevado a inspirarme para este mensaje en
las palabras de Jesucristo: «Bienaventurados los que trabajan por la paz,
porque serán llamados hijos de Dios» (Mt 5,9).
La bienaventuranza evangélica
2. Las bienaventuranzas proclamadas por Jesús (cf. Mt
5,3-12; Lc 6,20-23) son promesas. En la tradición bíblica, en
efecto,
la bienaventuranza pertenece a un género literario que comporta
siempre una
buena noticia, es decir, un evangelio que culmina con una promesa. Por
tanto,
las bienaventuranzas no son meras recomendaciones morales, cuya
observancia
prevé que, a su debido tiempo –un tiempo situado normalmente en la
otra vida–, se obtenga una recompensa, es decir, una situación de
felicidad futura. La
bienaventuranza consiste más bien en el cumplimiento de una promesa
dirigida a
todos los que se dejan guiar por las exigencias de la verdad, la
justicia y el
amor. Quienes se encomiendan a Dios y a sus promesas son considerados
frecuentemente por el mundo como ingenuos o alejados de la realidad.
Sin
embargo, Jesús les declara que, no sólo en la otra vida sino ya en
ésta,
descubrirán que son hijos de Dios, y que, desde siempre y para
siempre, Dios
es totalmente solidario con ellos. Comprenderán que no están solos,
porque él
está a favor de los que se comprometen con la verdad, la justicia y el
amor.
Jesús, revelación del amor del Padre, no duda en ofrecerse con el
sacrificio de
sí mismo. Cuando se acoge a Jesucristo, Hombre y Dios, se vive la
experiencia
gozosa de un don inmenso: compartir la vida misma de Dios, es decir,
la vida
de la gracia, prenda de una existencia plenamente bienaventurada. En
particular, Jesucristo nos da la verdadera paz que nace del encuentro
confiado
del hombre con Dios.
La bienaventuranza de Jesús dice que la paz es al mismo
tiempo un don mesiánico y una obra humana. En efecto, la paz presupone un
humanismo abierto a la trascendencia. Es fruto del don recíproco, de un
enriquecimiento mutuo, gracias al don que brota de Dios, y que permite vivir
con los demás y para los demás. La ética de la paz es ética de la comunión y
de la participación. Es indispensable, pues, que las diferentes culturas
actuales superen antropologías y éticas basadas en presupuestos
teórico-prácticos puramente subjetivistas y pragmáticos, en virtud de los
cuales las relaciones de convivencia se inspiran en criterios de poder o de
beneficio, los medios se convierten en fines y viceversa, la cultura y la
educación se centran únicamente en los instrumentos, en la tecnología y la
eficiencia. Una condición previa para la paz es el desmantelamiento de la
dictadura del relativismo moral y del presupuesto de una moral totalmente
autónoma, que cierra las puertas al reconocimiento de la imprescindible ley
moral natural inscrita por Dios en la conciencia de cada hombre. La paz es la
construcción de la convivencia en términos racionales y morales, apoyándose
sobre un fundamento cuya medida no la crea el hombre, sino Dios: « El Señor da
fuerza a su pueblo, el Señor bendice a su pueblo con la paz », dice el Salmo
29 (v. 11).
La paz, don de Dios y obra del hombre
3. La paz concierne a la persona humana en su integridad e
implica la participación de todo el hombre. Se trata de paz con Dios viviendo
según su voluntad. Paz interior con uno mismo, y paz exterior con el prójimo y
con toda la creación. Comporta principalmente, como escribió el beato Juan
XXIII en la Encíclica
Pacem in Terris, de la que dentro de pocos meses
se cumplirá el 50 aniversario, la construcción de una convivencia basada en la
verdad, la libertad, el amor y la justicia[2].
La negación de lo que
constituye la verdadera naturaleza del ser humano en sus dimensiones constitutivas, en su capacidad
intrínseca de conocer la verdad y el bien y, en última instancia, a Dios
mismo, pone en peligro la construcción de la paz. Sin la verdad sobre el
hombre, inscrita en su corazón por el Creador, se menoscaba la libertad y el
amor, la justicia pierde el fundamento de su ejercicio.
Para llegar a ser un auténtico trabajador por la paz, es
indispensable cuidar la dimensión trascendente y el diálogo constante con
Dios, Padre misericordioso, mediante el cual se implora la redención que su
Hijo Unigénito nos ha conquistado. Así podrá el hombre vencer ese germen de
oscuridad y de negación de la paz que es el pecado en todas sus formas: el
egoísmo y la violencia, la codicia y el deseo de poder y dominación, la
intolerancia, el odio y las estructuras injustas.
La realización de la paz depende en gran medida del
reconocimiento de que, en Dios, somos una sola familia humana. Como enseña la
Encíclica
Pacem in Terris, se estructura mediante relaciones
interpersonales e instituciones apoyadas y animadas por un « nosotros »
comunitario, que implica un orden moral interno y externo, en el que se
reconocen sinceramente, de acuerdo con la verdad y la justicia, los derechos
recíprocos y los deberes mutuos. La paz es un orden vivificado e integrado por
el amor, capaz de hacer sentir como propias las necesidades y las exigencias
del prójimo, de hacer partícipes a los demás de los propios bienes, y de
tender a que sea cada vez más difundida en el mundo la comunión de los valores
espirituales. Es un orden llevado a cabo en la libertad, es decir, en el modo
que corresponde a la dignidad de las personas, que por su propia naturaleza
racional asumen la responsabilidad de sus propias obras[3].
La paz no es un sueño, no es una utopía: la paz es posible.
Nuestros ojos deben ver con mayor profundidad, bajo la superficie de las
apariencias y las manifestaciones, para descubrir una realidad positiva que
existe en nuestros corazones, porque todo hombre ha sido creado a imagen de
Dios y llamado a crecer, contribuyendo a la construcción de un mundo nuevo.
En efecto, Dios mismo, mediante la encarnación del Hijo, y la redención que él
llevó a cabo, ha entrado en la historia, haciendo surgir una nueva creación y
una alianza nueva entre Dios y el hombre (cf. Jr 31,31-34), y dándonos
la posibilidad de tener « un corazón nuevo » y « un espíritu nuevo » (cf.
Ez 36,26).
Precisamente por eso, la Iglesia está convencida de la
urgencia de un nuevo anuncio de Jesucristo, el primer y principal factor del
desarrollo integral de los pueblos, y también de la paz. En efecto, Jesús es
nuestra paz, nuestra justicia, nuestra reconciliación (cf. Ef 2,14;
2Co 5,18). El que trabaja por la paz, según la bienaventuranza de Jesús,
es aquel que busca el bien del otro, el bien total del alma y el cuerpo, hoy y
mañana.
A partir de esta enseñanza se puede deducir que toda
persona y toda comunidad –religiosa, civil, educativa y cultural– está
llamada a trabajar por la paz. La paz es principalmente la realización del bien común de las diversas sociedades, primarias e
intermedias, nacionales, internacionales y de alcance mundial. Precisamente
por esta razón se puede afirmar que las vías para construir el bien común son
también las vías a seguir para obtener la paz.
Los que trabajan por la paz son quienes aman, defienden
y
promueven la vida en su integridad
4. El camino para la realización del bien común y de la paz
pasa ante todo por el respeto de la vida humana, considerada en sus múltiples
aspectos, desde su concepción, en su desarrollo y hasta su fin natural.
Auténticos trabajadores por la paz son, entonces, los que aman, defienden y
promueven la vida humana en todas sus dimensiones: personal, comunitaria y
transcendente. La vida en plenitud es el culmen de la paz. Quien quiere la paz
no puede tolerar atentados y delitos contra la vida.
Quienes no aprecian suficientemente el valor de la vida
humana y, en consecuencia, sostienen por ejemplo la liberación del
aborto, tal
vez no se dan cuenta que, de este modo, proponen la búsqueda de una
paz
ilusoria. La huida de las responsabilidades, que envilece a la persona
humana,
y mucho más la muerte de un ser inerme e inocente, nunca podrán traer
felicidad o paz. En efecto, ¿cómo es posible pretender conseguir la
paz, el
desarrollo integral de los pueblos o la misma salvaguardia del
ambiente, sin
que sea tutelado el derecho a la vida de los más débiles, empezando
por los
que aún no han nacido? Cada agresión a la vida, especialmente en su
origen,
provoca inevitablemente daños irreparables al desarrollo, a la paz, al
ambiente. Tampoco es justo codificar de manera subrepticia falsos
derechos o libertades, que, basados en una visión reductiva y
relativista del ser humano, y mediante el uso hábil de expresiones
ambiguas
encaminadas a favorecer un pretendido derecho al aborto y a la
eutanasia,
amenazan el derecho fundamental a la vida.
También la estructura natural del matrimonio debe ser
reconocida y promovida como la unión de un hombre y una mujer, frente a los
intentos de equipararla desde un punto de vista jurídico con formas
radicalmente distintas de unión que, en realidad, dañan y contribuyen a su
desestabilización, oscureciendo su carácter particular y su papel
insustituible en la sociedad.
Estos principios no son verdades de fe, ni una mera
derivación del derecho a la libertad religiosa. Están inscritos en la misma
naturaleza humana, se pueden conocer por la razón, y por tanto son comunes a
toda la humanidad. La acción de la Iglesia al promoverlos no tiene un carácter
confesional, sino que se dirige a todas las personas, prescindiendo de su
afiliación religiosa. Esta acción se hace tanto más necesaria cuanto más se
niegan o no se comprenden estos principios, lo que es una ofensa a la verdad
de la persona humana, una herida grave inflingida a la justicia y a la paz.
Por tanto, constituye también una importante cooperación a
la paz el reconocimiento del derecho al uso del principio de la objeción de
conciencia con respecto a leyes y medidas gubernativas que atentan contra la
dignidad humana, como el aborto y la eutanasia, por parte de los ordenamientos
jurídicos y la administración de la justicia.
Entre los derechos humanos fundamentales, también para la
vida pacífica de los pueblos, está el de la libertad religiosa de las personas
y las comunidades. En este momento histórico, es cada vez más importante que
este derecho sea promovido no sólo desde un punto de vista negativo, como
libertad frente –por ejemplo, frente a obligaciones o constricciones de
la libertad de elegir la propia religión–, sino también desde un punto de
vista positivo, en sus varias articulaciones, como libertad de, por
ejemplo, testimoniar la propia religión, anunciar y comunicar su enseñanza,
organizar actividades educativas, benéficas o asistenciales que permitan
aplicar los preceptos religiosos, ser y actuar como organismos sociales,
estructurados según los principios doctrinales y los fines institucionales que
les son propios. Lamentablemente, incluso en países con una antigua tradición
cristiana, se están multiplicando los episodios de intolerancia religiosa,
especialmente en relación con el cristianismo o de quienes simplemente llevan
signos de identidad de su religión.
El que trabaja por la paz debe tener presente que, en
sectores cada vez mayores de la opinión pública, la ideología del liberalismo
radical y de la tecnocracia insinúan la convicción de que el crecimiento
económico se ha de conseguir incluso a costa de erosionar la función social
del Estado y de las redes de solidaridad de la sociedad civil, así como de los
derechos y deberes sociales. Estos derechos y deberes han de ser considerados
fundamentales para la plena realización de otros, empezando por los civiles y
políticos.
Uno de los derechos y deberes sociales más amenazados
actualmente es el derecho al trabajo. Esto se debe a que, cada vez más, el
trabajo y el justo reconocimiento del estatuto jurídico de los trabajadores no
están adecuadamente valorizados, porque el desarrollo económico se hace
depender sobre todo de la absoluta libertad de los mercados. El trabajo es
considerado una mera variable dependiente de los mecanismos económicos y
financieros. A este propósito, reitero que la dignidad del hombre, así como las
razones económicas, sociales y políticas, exigen que « se siga buscando como
prioridad el objetivo del acceso al trabajo por parte de todos, o lo
mantengan »[4]. La condición previa para la realización de este
ambicioso proyecto es una renovada consideración del trabajo, basada en los
principios éticos y valores espirituales, que robustezca la concepción del
mismo como bien fundamental para la persona, la familia y la sociedad. A este
bien corresponde un deber y un derecho que exigen nuevas y valientes políticas
de trabajo para todos.
Construir el bien de la paz mediante un nuevo modelo de desarrollo y de
economía
5. Actualmente son muchos los que reconocen que es
necesario un nuevo modelo de desarrollo, así como una nueva visión de la economía. Tanto el
desarrollo integral, solidario y sostenible, como el bien común, exigen una
correcta escala de valores y bienes, que se pueden estructurar teniendo a Dios
como referencia última. No basta con disposiciones de muchos medios y una
amplia gama de opciones, aunque sean de apreciar. Tanto los múltiples bienes
necesarios para el desarrollo, como las opciones posibles deben ser usados
según la perspectiva de una vida buena, de una conducta recta que reconozca el
primado de la dimensión espiritual y la llamada a la consecución del bien
común. De otro modo, pierden su justa valencia, acabando por ensalzar nuevos
ídolos.
Para salir de la actual crisis financiera y económica – que
tiene como efecto un aumento de las desigualdades – se necesitan personas,
grupos e instituciones que promuevan la vida, favoreciendo la creatividad
humana para aprovechar incluso la crisis como una ocasión de discernimiento y
un nuevo modelo económico. El que ha prevalecido en los últimos decenios
postulaba la maximización del provecho y del consumo, en una óptica
individualista y egoísta, dirigida a valorar a las personas sólo por su
capacidad de responder a las exigencias de la competitividad. Desde otra
perspectiva, sin embargo, el éxito auténtico y duradero se obtiene con el don
de uno mismo, de las propias capacidades intelectuales, de la propia
iniciativa, puesto que un desarrollo económico sostenible, es decir,
auténticamente humano, necesita del principio de gratuidad como manifestación de fraternidad y de la lógica del don[5].
En concreto, dentro de la actividad económica, el que trabaja por la paz
se configura como aquel que instaura con sus colaboradores y compañeros, con
los clientes y los usuarios, relaciones de lealtad y de reciprocidad. Realiza
la actividad económica por el bien común, vive su esfuerzo como algo que va
más allá de su propio interés, para beneficio de las generaciones presentes y
futuras. Se encuentra así trabajando no sólo para sí mismo, sino también para
dar a los demás un futuro y un trabajo digno.
En el ámbito económico, se necesitan, especialmente por
parte de los estados, políticas de desarrollo industrial y agrícola que se
preocupen del progreso social y la universalización de un estado de derecho y
democrático. Es fundamental e imprescindible, además, la estructuración ética
de los mercados monetarios, financieros y comerciales; éstos han de ser
estabilizados y mejor coordinados y controlados, de modo que no se cause daño
a los más pobres. La solicitud de los muchos que trabajan por la paz se debe
dirigir además – con una mayor resolución respecto a lo que se ha hecho hasta
ahora – a atender la crisis alimentaria, mucho más grave que la financiera. La
seguridad de los aprovisionamientos de alimentos ha vuelto a ser un tema
central en la agenda política internacional, a causa de crisis relacionadas,
entre otras cosas, con las oscilaciones repentinas de los precios de las
materias primas agrícolas, los comportamientos irresponsables por parte de
algunos agentes económicos y con un insuficiente control por parte de los gobiernos y la
comunidad internacional. Para hacer frente a esta crisis, los que trabajan por
la paz están llamados a actuar juntos con espíritu de solidaridad, desde el
ámbito local al internacional, con el objetivo de poner a los agricultores, en
particular en las pequeñas realidades rurales, en condiciones de poder
desarrollar su actividad de modo digno y sostenible desde un punto de vista
social, ambiental y económico.
La educación a una cultura de la paz:
el papel de la
familia y de las instituciones
6. Deseo reiterar con fuerza que todos los que trabajan por
la paz están llamados a cultivar la pasión por el bien común de la familia y
la justicia social, así como el compromiso por una educación social idónea.
Ninguno puede ignorar o minimizar el papel decisivo de la
familia, célula base de la sociedad desde el punto de vista demográfico,
ético, pedagógico, económico y político. Ésta tiene como vocación natural
promover la vida: acompaña a las personas en su crecimiento y las anima a
potenciarse mutuamente mediante el cuidado recíproco. En concreto, la familia
cristiana lleva consigo el germen del proyecto de educación de las personas
según la medida del amor divino. La familia es uno de los sujetos sociales
indispensables en la realización de una cultura de la paz. Es necesario
tutelar el derecho de los padres y su papel primario en la educación de los
hijos, en primer lugar en el ámbito moral y religioso. En la familia nacen y
crecen los que trabajan por la paz, los futuros promotores de una cultura de
la vida y del amor[6].
En esta inmensa tarea de educación a la paz están
implicadas en particular las comunidades religiosas. La Iglesia se siente
partícipe en esta gran responsabilidad a través de la nueva evangelización,
que tiene como pilares la conversión a la verdad y al amor de Cristo y,
consecuentemente, un nuevo nacimiento espiritual y moral de las personas y las
sociedades. El encuentro con Jesucristo plasma a los que trabajan por la paz,
comprometiéndoles en la comunión y la superación de la injusticia.
Las instituciones culturales, escolares y universitarias
desempeñan una misión especial en relación con la paz. A ellas se les pide una
contribución significativa no sólo en la formación de nuevas generaciones de
líderes, sino también en la renovación de las instituciones públicas,
nacionales e internacionales. También pueden contribuir a una reflexión
científica que asiente las actividades económicas y financieras en un sólido
fundamento antropológico y ético. El mundo actual, particularmente el
político, necesita del soporte de un pensamiento nuevo, de una nueva síntesis
cultural, para superar tecnicismos y armonizar las múltiples tendencias
políticas con vistas al bien común. Éste, considerado como un conjunto de
relaciones interpersonales e institucionales positivas al servicio del
crecimiento integral de los individuos y los grupos, es la base de
cualquier educación a la auténtica paz.
Una pedagogía del que trabaja por la paz
7. Como conclusión, aparece la necesidad de proponer y
promover una pedagogía de la paz. Ésta pide una rica vida interior, claros y
válidos referentes morales, actitudes y estilos de vida apropiados. En efecto,
las iniciativas por la paz contribuyen al bien común y crean interés por la
paz y educan para ella. Pensamientos, palabras y gestos de paz crean una
mentalidad y una cultura de la paz, una atmósfera de respeto, honestidad y
cordialidad. Es necesario enseñar a los hombres a amarse y educarse a la paz,
y a vivir con benevolencia, más que con simple tolerancia. Es fundamental que
se cree el convencimiento de que « hay que decir no a la venganza, hay que
reconocer las propias culpas, aceptar las disculpas sin exigirlas y, en fi n,
perdonar »[7],de modo que los errores y las ofensas puedan ser en
verdad reconocidos para avanzar juntos hacia la reconciliación. Esto supone la
difusión de una pedagogía del perdón. El mal, en efecto, se vence con el bien,
y la justicia se busca imitando a Dios Padre que ama a todos sus hijos (cf.
Mt 5,21-48). Es un trabajo lento, porque supone una evolución espiritual,
una educación a los más altos valores, una visión nueva de la historia humana.
Es necesario renunciar a la falsa paz que prometen los ídolos de este mundo y a los
peligros que la acompañan; a esta falsa paz que hace las conciencias cada vez
más insensibles, que lleva a encerrarse en uno mismo, a una existencia atrofiada,
vivida en la indiferencia. Por el contrario, la pedagogía de la paz implica
acción, compasión, solidaridad, valentía y perseverancia.
Jesús encarna el conjunto de estas actitudes en su
existencia, hasta el don total de sí mismo, hasta « perder la vida » (cf.
Mt 10,39; Lc 17,33; Jn 12,35). Promete a sus discípulos que,
antes o después, harán el extraordinario descubrimiento del que hemos hablado
al inicio, es decir, que en el mundo está Dios, el Dios de Jesús,
completamente solidario con los hombres. En este contexto, quisiera recordar
la oración con la que se pide a Dios que nos haga instrumentos de su paz, para
llevar su amor donde hubiese odio, su perdón donde hubiese ofensa, la
verdadera fe donde hubiese duda. Por nuestra parte, junto al beato Juan XXIII,
pidamos a Dios que ilumine también con su luz la mente de los que gobiernan
las naciones, para que, al mismo tiempo que se esfuerzan por el justo
bienestar de sus ciudadanos, aseguren y defiendan el don hermosísimo de la paz;
que encienda las voluntades de todos los hombres para echar por tierra las
barreras que dividen a los unos de los otros, para estrechar los vínculos de
la mutua caridad, para fomentar la recíproca comprensión, para perdonar, en
fin, a cuantos nos hayan injuriado. De esta manera, bajo su auspicio y amparo,
todos los pueblos se abracen como hermanos y florezca y reine siempre
entre ellos la tan anhelada paz[8].
Con esta invocación, pido que todos sean verdaderos
trabajadores y constructores de paz, de modo que la ciudad del hombre crezca
en fraterna concordia, en prosperidad y paz.
Vaticano, 8 de diciembre de 2012
BENEDICTUS PP. XVI
[1] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Cost. past.
Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 1.
[2] Cf. Carta enc.
Pacem in terris (11
abril 1963): AAS 55 (1963), 265-266.
[3] Cf.
ibíd.: AAS 55 (1963), 266.
[4] Carta enc.,
Caritas in veritate (29
junio 2009), 32: AAS 101 (2009), 666-667.
[5] Cf.
ibíd.,
34.
36: AAS 101
(2009), 668-670; 671-672.
[6] Cf. Juan Pablo II,
Mensaje para la Jornada
Mundial de la Paz 1994 (8 diciembre 1993), 2: AAS 86 (1994),
156-162.
[7]
Discurso a los miembros del gobierno, de
las instituciones de la república, el cuerpo diplomático, los responsables
religiosos y los representantes del mundo de la cultura, Baabda-Líbano (15
septiembre 2012): L’Osservatore Romano, ed. en lengua española, 23
septiembre 2012, p. 6.
[8] Cf. Carta enc.
Pacem in terris (11 abril
1963): AAS 55 (1963), 304.
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